viernes, 30 de diciembre de 2016

Tormenta navideña





Con ahínco y sin una palabra de nuestra necesidad, preparamos la casa para el ataque. El trabajo pesado, de plomería digamos…, lo hizo ¡Ella! Tan versátil es mi compañera, un día Profesora y al siguiente jardinera, ama de llaves, cocinera, reina de ajedrez o hechicera. Por mi parte planifico, doy instrucciones vanas, hablo mucho por teléfono y me escondo detrás de la laptop.
La “caballería rusticana” nos desafía en dos frentes. Desde las antípodas del norte llegan hija, yerno, la actriz más joven de Disney, Lucía y su réplica más pequeña pero que con el encanto de su simpatía atrapa la atención. Único nieto varón, Tomás, con una mezcla de druida irlandés y de futuro gigante teutón como el padre, siguió un curso acelerado de castellano.
Hasta esta crónica tenemos: belo y bela, mama y daddy (sin acentos) de obvias y cariñosas connotaciones; Iaia por Lucía, eche  por leche y un ¡Ball! (en inglés) por pelota que delata al juego preferido del padre. Aparte desarrolla todo un lenguaje corporal y de medias palabras inasequibles. Termina sus recursos con cuatro tipos de “lloros” inconfundibles y que llevan a la demencia: el de hambre, el de dolor o molestia, el “mamitero” y el destructor berrinche de enojo.
La otra “hueste” (hijo y esposa viven a seis cuadras no más) que aunque más joven en edad, ha sido la más querendona y de noviazgo más largo, nos ha dado, recientemente, una nieta más pequeña y tranquila, a la que sorpresivamente llamaron Robertina. Sí, Robertina. Suponemos que eligieron el nombre como un antónimo femenino de los listados eclesiásticos del siglo XVI o como invocación a la guarda de un ángel ansioso, por lo desconocido de su existencia.
Teníamos desguarnecido el flanco de Santa Fe por la firme decisión de mi suegra de dejarse traer recién la tarde de Navidad y la promesa de retornarla, sin falta, la tarde siguiente. Pese a los años de novios y de casados, no he aprendido a entender a mi mujer ni a su madre. La mañana del 24 las risas de los de bisnietos golpearon su corazón y con resignación, partió la delegación en su búsqueda.
Excepto por la fiebre de Tomás la cena se desarrolló a toda masticación. Pero los repetidos anuncios anti alcoholemia abortaron los paseos por la rutilante costanera y este humilde escriba, que se retiró antes engarfiado a su lápiz y anotador, solo puede atestiguar lo siguiente.
Deja constancia de haber oído, tras las cortinas del dormitorio a la terraza: estallidos artificiales, los ¡allá! y ¡aquí!, de sus padres, gritos de susto, risas desbocadas por los nervios, y entusiasmo sin fin.
Vinieron gotas de agua a apagar tanto fuego. Las gotas se hicieron racimos y llegó la lluvia desde nubes que oscurecieron las estrellas y la luna. El pandemonio fue completo y la huida en pos de refugio, general. Los rayos y relámpagos anunciaban cercanos trallazos o lejanos, profundos y graves truenos. La furia desató su locura que, en aumento derramó el diluvio, no se recordaba otro fenómeno así. El agua corrió por avenidas y calles, donde pudo inundar lo hizo y lo que pudo llevar también. Socavó, empujó y destruyó partes que la ciudad, orgullosa, pensó había conquistado y demostró así al hombre su ínfima influencia.
Al día siguiente lo inesperado, la fiebre de Tomás se había extendido a los demás y provocaba la perdida de todas las dispendiosas exquisiteces comidas y bebidas.
Quizás con ese gesto, Él ha querido disipar hasta la última angustia del 2016 que, por bisiesto ha sido nefasto y de ese modo nos entrega el regalo de tres años fuera de este valle de lágrimas, hasta que el calendario marque, inflexible, el comienzo del cuarto.


Carlos Caro
Paraná, 28 de diciembre de 2016
Descargar PDF: http://cort.as/r2N2


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