miércoles, 24 de enero de 2018

Consciencia, Shiva y Viznu



¿Soy o me sueño en el alba infinita que me llena de angustia con su solo recuerdo?
Un cielorraso se materializa mediante mis ojos ciegos, tan ciegos que mi mente se aferra a ese portento.
El sonido entra y me hace sentir el olor a sol, el atronador susurro de hojas y los fuertes truenos de nubes tranquilas. Imagino los azahares y los frutos, las enredaderas y los mirtos que junto a los lirios y los jazmines crecen díscolos y sin control.
Oigo piares que pasan volando alto, chirridos de picaflores curiosos, arrullos de palomas en su nido, zambullidas del benteveo y el concierto de las calandrias. A ellos se une, desde mi memoria, un dorado canario que perdió su libertad por un poco de alpiste y canto.
Recorro los sembrados multicolores y la ceniza de la ciudad. Me elevo a la luz de las barrancas y los islotes y bailo al son de la campana con la boya del canal principal. Como yo, está encinta de lecho y solo escuchan mis ayes quienes descifran mis letras. Éstas son como aquel símbolo en la biblia vulgata que, una vez que se ha visto, no se vuelve a encontrar. Solo logra el hechizo si oídas por otro quiere llevarlas.
Liberada la India del Imperio Británico, se produjo la más grande mortandad en tiempos de paz. Se separó Pakistán y siendo seguidores de Alá, echaron a los más tolerantes hindúes. Con  votos, decretos y decomisos, ordenaron a los musulmanes de la India abandonarla y ocupar las propiedades confiscadas. Se formaron dos columnas que viajaban en sentido contrario.  Animales, vehículos y pies dejaban un derrotero de tierra cuya polvareda ahogaba y se confundía con las nubes. Esto incitaba a la violencia y los insultos, piedras y robos se extendían en una guerra sorda que escribió su propia crónica.
…Era el caso de la hindú Reza Levi. Estaba prometida, por intereses y amor, con Rajastán y la boda se realizaría en diez días, lo que la obligaba a viajar del lado contrario de las filas. El tío político Ahmed se comprometió a llevarla escondida en su carro. Eligió el de menor valor y le enjaezó el asno más viejo. Cuando los atacaron, el tío los puso en fuga con un mosquetón y ella se sintió Shiva, La Destructora, mas no aspiraba a ser otra que Viznu, El Creador, en su noche de bodas.

Carlos Caro            31/08/17

Equinoccio



Drogado, el terror lo invadió cuando vio el rostro tatuado del sacerdote y el deformado del rey maya.  Cuando el condenado casi moría, el sacerdote clavó el cuchillo de piedra y extrajo el exhausto corazón. La mano del rey se lo quitó y, reverencialmente, evitó que lo arrojara a la pira de las ofrendas.  Asimismo, estaba desconcertado por la furia de la gente, y con el brazo firme le señaló el lejano templo del sol. En la cima de aquella pirámide hallaría la respuesta cuando en su cumbre, al mediodía, se posara el sol. Al enviado le cortó también la cabeza para que le obedeciera e hizo salir el cuerpo por el acceso secreto  de la casa de ofrendas. Su destino estaba lejos y parecía girar.
Para calmar los ánimos de la multitud, el rey adornó la fachada con una nueva capa de yeso blanco que calcinó con los últimos restos de leña.
La turba estaba enfurecida y destrozaba a los sacrificados. Los más necesitados, con enojo y sin vergüenza, recurrían al canibalismo para sobrevivir. El cuerpo, sin cabeza ni corazón, corrió llevado por el viento. Corrió más rápido que el mejor guerrero, más rápido que las aves y más rápido que su dios, la serpiente alada. Sus pies montaron la epopeya, se hicieron uno con los giros y deseó lo que ya no tenía para alcanzar su lejano destino.
La pirámide rendía su espera a la órbita anual del planeta como una cuna. En ella descubriría las respuestas a las preguntas del rey a cuyo paso todo era devastación. La muerte de lo vegetal había provocado un éxodo de la gente común, de los artesanos, de los comerciantes que los atendían y de los burócratas que sobraron.
La ciudad, intacta, se fue vaciando ante un rey perplejo. Solo veía a los más pobres y desesperados, mientras prosperaban los yeseros, quienes calcinaban el mineral.
Aún atesoraba en sus manos la cabeza y el corazón del enviado. Sintió la respuesta en el mismo momento que éste alcanzaba la cima de la pirámide del sol. No le había pedido más y le devolvió sus partes, enviándoselas entre los dientes y las garras de un yaguareté. Al saberse completo, supo que el rey había abandonado la ciudad con el pecado ecológico de la quema de leña para la fabricación de yeso. Con solo irse él, los habitantes lo imitaron, pues no tenían razones para permanecer en tan inicuo lugar.
Así, los reyes mayas fueron desapareciendo y la nación murió.
Sin embargo, tras tres mil años, algunos han pagado su deuda, y el prisionero, rebosante de jungla, espera que el sol corone la pirámide en cada equinoccio.

Carlos Caro              03/09/17

jueves, 12 de enero de 2017

Leyenda guaraní





El hombre criado en la selva cree que el palo borracho  representa el organismo de una mujer cuyo cuerpo se fue formando en tres períodos de vida: la juventud, en la que el árbol muestra su tronco con la esbeltez para embriagar a los pretendientes; el de la plenitud, en el que el mismo expone las formas de la mujer en todo su vigor espiritual y físico, y el de la vejez, en la que el árbol exhibe las formas maduras de la matrona reposada que se convierte en madre y protege a la prole.

Cuentan los guaraníes que un joven apuesto destacaba de sus compañeros por su tamaño, valentía y buen corazón. La comunidad entera lo quería y lo amaba sin celos como a un hermano mayor. También festejaba los dones con que regresaba de cada incursión a su hábitat, la selva. Al emigrar desde el río Negro, la tribu había dejado de luchar con otras por un monoteísmo cuyo dios, omnipresente, era bondadoso y no necesitaba de fuerza para ser adorado  (a veces era un trueno lejano, pero nunca si éste traía desgracias).

Un día tormentoso, que aún hoy se recuerda, no regresó y,  aunque esperaron que las partidas de rescate lo encontraran, no hubo suerte ni rastros. Hasta superaron el miedo atávico y, al llorar en grupo, le pidieron en la entrada de la cueva al felino Yaguareté que si él lo necesitaba como alimento, le proveerían el que hiciera falta para recuperarlo.
No hubo respuesta entonces ni nunca y es por eso que los vientos de tormenta parecen murmurar su nombre al batir de alas de un zopilote o el pasar de las hormigas soldado.
La princesa Anahí, que era la más bella y su prometida, lo lloró de noche y de día. Tanto fue su dolor que sus cabellos negros encanecieron como si hubieran pasado años y la locura estalló en su alma. Una noche, mientras llovía, se adentró en la espesura y desde entonces se escucharon sus gritos de agonía por la muerte de su corazón que ya no late en su pecho sino que rueda y rueda entre la hojarasca en busca de su querer. Sin embargo, el paso del tiempo todo lo puede y volvieron los sonidos normales: la lluvia, el sol que agrieta, tucanes, perezosos y monos tití y en los ríos: la anaconda verde, el caimán negro y la rana de vidrio. También, los cazadores trajeron una nueva leyenda.
En un extraño claro surcado por un arroyo que, aunque cubierto, refleja la Luna, han crecido dos nuevos árboles. En primavera, uno da flores blancas como la pureza de Anahí, y el otro, flores amarronadas como los ojos de aquel joven. Tienen una gran copa que danza al intercambiar sus semillas y muestran la herencia de sus padres, pues son blancas en el centro con el borde amarronado alrededor e inspiraron a esa bandera primigenia que los representa en media América, la Whilpala. A la que defienden con sus espinas que los años han transformado en enormes pinchos cónicos.
Bajo esa Luna, en la voz baja y ronca de los enamorados, apenas les alcanzan los treinta y tres símbolos de su lengua para cantar el amor que exigen sus corazones en esa eterna vida vejetal.

Carlos Caro
Paraná, 8 de enero de 2017
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viernes, 30 de diciembre de 2016

Tormenta navideña





Con ahínco y sin una palabra de nuestra necesidad, preparamos la casa para el ataque. El trabajo pesado, de plomería digamos…, lo hizo ¡Ella! Tan versátil es mi compañera, un día Profesora y al siguiente jardinera, ama de llaves, cocinera, reina de ajedrez o hechicera. Por mi parte planifico, doy instrucciones vanas, hablo mucho por teléfono y me escondo detrás de la laptop.
La “caballería rusticana” nos desafía en dos frentes. Desde las antípodas del norte llegan hija, yerno, la actriz más joven de Disney, Lucía y su réplica más pequeña pero que con el encanto de su simpatía atrapa la atención. Único nieto varón, Tomás, con una mezcla de druida irlandés y de futuro gigante teutón como el padre, siguió un curso acelerado de castellano.
Hasta esta crónica tenemos: belo y bela, mama y daddy (sin acentos) de obvias y cariñosas connotaciones; Iaia por Lucía, eche  por leche y un ¡Ball! (en inglés) por pelota que delata al juego preferido del padre. Aparte desarrolla todo un lenguaje corporal y de medias palabras inasequibles. Termina sus recursos con cuatro tipos de “lloros” inconfundibles y que llevan a la demencia: el de hambre, el de dolor o molestia, el “mamitero” y el destructor berrinche de enojo.
La otra “hueste” (hijo y esposa viven a seis cuadras no más) que aunque más joven en edad, ha sido la más querendona y de noviazgo más largo, nos ha dado, recientemente, una nieta más pequeña y tranquila, a la que sorpresivamente llamaron Robertina. Sí, Robertina. Suponemos que eligieron el nombre como un antónimo femenino de los listados eclesiásticos del siglo XVI o como invocación a la guarda de un ángel ansioso, por lo desconocido de su existencia.
Teníamos desguarnecido el flanco de Santa Fe por la firme decisión de mi suegra de dejarse traer recién la tarde de Navidad y la promesa de retornarla, sin falta, la tarde siguiente. Pese a los años de novios y de casados, no he aprendido a entender a mi mujer ni a su madre. La mañana del 24 las risas de los de bisnietos golpearon su corazón y con resignación, partió la delegación en su búsqueda.
Excepto por la fiebre de Tomás la cena se desarrolló a toda masticación. Pero los repetidos anuncios anti alcoholemia abortaron los paseos por la rutilante costanera y este humilde escriba, que se retiró antes engarfiado a su lápiz y anotador, solo puede atestiguar lo siguiente.
Deja constancia de haber oído, tras las cortinas del dormitorio a la terraza: estallidos artificiales, los ¡allá! y ¡aquí!, de sus padres, gritos de susto, risas desbocadas por los nervios, y entusiasmo sin fin.
Vinieron gotas de agua a apagar tanto fuego. Las gotas se hicieron racimos y llegó la lluvia desde nubes que oscurecieron las estrellas y la luna. El pandemonio fue completo y la huida en pos de refugio, general. Los rayos y relámpagos anunciaban cercanos trallazos o lejanos, profundos y graves truenos. La furia desató su locura que, en aumento derramó el diluvio, no se recordaba otro fenómeno así. El agua corrió por avenidas y calles, donde pudo inundar lo hizo y lo que pudo llevar también. Socavó, empujó y destruyó partes que la ciudad, orgullosa, pensó había conquistado y demostró así al hombre su ínfima influencia.
Al día siguiente lo inesperado, la fiebre de Tomás se había extendido a los demás y provocaba la perdida de todas las dispendiosas exquisiteces comidas y bebidas.
Quizás con ese gesto, Él ha querido disipar hasta la última angustia del 2016 que, por bisiesto ha sido nefasto y de ese modo nos entrega el regalo de tres años fuera de este valle de lágrimas, hasta que el calendario marque, inflexible, el comienzo del cuarto.


Carlos Caro
Paraná, 28 de diciembre de 2016
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